Joaquín Rubio Tovar
Lingüistas, filósofos, teóricos de la literatura y escritores de todas las épocas han demostrado, con gran aparato de argumentos y ejemplos, que la traducción es imposible. Aunque la idea goza de gran respaldo el estigma de Babel sigue presente-, no cabe duda de que si ha habido cultura y si el conocimiento se ha transmitido, es porque ha habido traducción. Traducir es una tarea bastante más productiva que el hecho de negar su posibilidad, aunque hay que reconocer que menos brillante. Traducir obliga a interpretar, a investigar en la propia lengua y a adecuar el texto traducido a unas circunstancias. Y la traducción cambia, nunca es definitiva, siempre es provisional y criticable, y siempre es penúltima, porque habrá una nueva.
Pero además de haber hecho posible la transmisión de conocimiento, la traducción ha permitido el estudio de fenómenos lingüísticos y culturales que de otro modo no habrían sido considerados. La traducción obliga a estudiar la relación entre las lenguas, el modo en que se han difundido las obras literarias o de pensamiento y es un campo inagotable de trabajo para el historiador.
Durante muchos años se ha considerado que la traducción ocupa un escalón menor en las categorías culturales y que no debería considerarse de la misma manera el estudio de las obras en su lengua original, por más que en muchas ocasiones, la traducción se haya convertido en el original. Una y otra vez escuchamos que las obras, sean de ciencia o literarias, deberían de leerse en la lengua en la que se han concebido, aunque esto sea una quimera y jamás haya sucedido en la historia de la cultura. Al hilo de este argumento cabe decir que la historia de la traducción no siempre ha sido considerada. Una de las conclusiones que se recogen en este libro es que las llamadas obras originales no siempre deberían estudiarse sin la compañía de las traducciones que las acompañan y nutren, que el estudio de las traducciones sucesivas de una obra es profundamente enriquecedor para conocer la obra llamada original, y que las traducciones hablan siempre con mucha claridad de la marcha de la cultura.
Partiendo de estos presupuestos se presentan algunos casos que muestran una vez más- cómo bullen en torno a la traducción autores, traductores, libreros, censores, impresores y una variada e imprevisible recepción (es el caso de una traducción del Paraíso dantesco y las traducciones de las Elegías de Duino). Se recuerda también que las ideas sobre la naturaleza de la traducción y su práctica han sido escasas, aunque los usos de los textos traducidos son muchos y variados. La obra se cierra con una reflexión sobre el papel que cumple la traducción de obras literarias cuando pasan a ser cantadas en forma de lied. La conclusión es que la traducción es la lengua de los hombres.